Del 17 al 22 de febrero se celebra la Semana Europea de la Pobreza Energética con el objetivo de crear redes, fomentar nuevas iniciativas y visibilizar esta situación que sufren tantos hogares del territorio.
Apenas unos años atrás ha comenzado a escucharse el término de “pobreza energética”. Habitualmente, se ha relacionado con la incapacidad de mantener el hogar a una temperatura adecuada o de poder hacer frente a las facturas eléctricas y, aunque es cierto que existe una relación directa con estos hechos, la pobreza energética es un término mucho más profundo y complejo.
En primer lugar, no existe aún hoy en día un consenso en torno a lo que se acepta institucionalmente por pobreza energética. No es de extrañar dados los múltiples factores que afectan al hecho de que un hogar se encuentre bajo esta condición: el clima del lugar, la propia construcción, la economía del territorio, la demografía, etc. De ahí, que sea difícil incluso contabilizar la cantidad de personas que viven bajo esta situación.
A pesar de ello, hay ciertas condiciones que comparten la mayoría de definiciones: bajos ingresos del hogar, calidad insuficiente de la vivienda y precios elevados de la energía. Bajo este pretexto, uno de los organismos españoles que más ha trabajado este campo (la Asociación de Ciencias Ambientales o ACA), estima que en España hay en torno a 7 millones de personas (el 15% de la población) que sufren esta situación. Por su parte, Andalucía encabeza las listas de comunidades con mayor cantidad de hogares vulnerados, superando en todos los indicadores a la media nacional.
Y para entender la gravedad de la situación, hay que ahondar un poco más. Cuando un hogar se define como vulnerable, no es simplemente por una falta de ingresos o ineficacia edificatoria. Se trata de un problema complejo, en el que las grandes productoras eléctricas juegan un papel fundamental. El hecho de que sigan produciéndose cortes de suministros a hogares vulnerados, que siga existiendo un peaje de acceso a la red eléctrica o que las condiciones para adquirir el bono eléctrico o térmico sean poco coherentes, hace imposible abordar este problema por un solo frente.
No es de extrañar además que se produzcan estas situaciones dada la enorme crisis energética y ambiental que lleva alertándonos desde hace años. Debemos comprender que la manera en la que gestionamos la energía en nuestro entorno y en nuestro hogar no solo va a repercutir a nuestro entorno más cercano. El sector energético europeo provoca el 80% de las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI). No obstante, las consecuencias de estos gases apenas tienen repercusión en el norte global. La mayor parte de la población más vulnerable al cambio climático apenas ha contribuido ni contribuye a las emisiones de estos gases. Según el proyecto europeo SAME World, los 20 países más afectados por el impacto del cambio climático solo han contribuido un 1% a las emisiones totales de GEI y el 99% de los desastres naturales derivados del cambio climático ocurren en territorios del “sur global”.
Por todo ello, la Semana de la Pobreza Energética debería suponer un doble impulso. Por un lado, que sirva de reflexión propia sobre cómo empleamos la energía, entendido que nuestra forma de gestionarla puede provocar situaciones de pobreza energética en otras partes del globo. Por otro lado, que sirva como lucha política, de cara a evolucionar hacia una soberanía energética real, una ruptura del monopolio eléctrico y una generación eléctrica más respetuosa.
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